La
educación pública es cara. Nuestro sistema de enseñanza es mediocre. Somos unos
vagos.
Y
así es como nos vamos convirtiendo en creyentes. Creyentes de unas políticas de
austeridad derivadas de la crisis, que restan; dictadas por aquellos que se
enriquecen a nuestra costa y nos hacen creer que no son derechos, sino
privilegios.
Tanta
modernidad a nuestro alrededor y tanto retroceso a su vez.
No
interesan las mentes pensantes, sino una ciudadanía dócil que no se cuestione
dónde quedó la democracia. ¿Y cómo conseguir alienar las mentes? El ataque al
sistema educativo público es la respuesta más sencilla. Menos plazas públicas
para profesores con salarios más precarios que desmoralizan a los docentes,
junto con una tendencia a la privatización de la educación cada vez más
acusada, hacen que otras cuestiones de índole esencial pasen desapercibidas
ante nuestros ojos.
El
cómo y el qué enseñar. He ahí la cuestión señores.
¿Por
qué hay abstinencia escolar?, ¿Por qué se aburren los niños? O incluso mirando
un poco más allá… ¿Sabemos que queremos ser de mayores? Una pregunta que todos
deberíamos hacernos, sin importar en que ciclo de la vida estemos, pues siempre
tiene cabida. ¿Hemos llegado adonde estamos por propia elección? ¿Responde esta
elección a una pasión? ¿O simplemente llegamos allí, porque es lo que había, lo
que se esperaba, o lo que no se nos daba mal?
La
educación entendida dentro del plan vida se configura a grandes rasgos con unos
sencillos pasos: Estudiamos para encontrar trabajo. Trabajamos por el dinero.
Usamos el dinero para vivir.
Veámoslo al revés. Vivimos por y para el dinero.
Ganamos dinero porque trabajamos. Encontramos trabajo porque estudiamos. Y
estudiamos porque…necesitamos aprender.
Aprender.
He aquí la clave de todo. Quita el resto de elementos de la ecuación. No te
preocupes por si serás rico o no, preocúpate por si serás feliz. Por dar cabida
a tus preguntas, tus intereses, por experimentar, fallar y acertar, pero no te
olvides de fallar; es igualmente necesario. Aprende lo que quieres, y no tengas
miedo de reivindicarlo, y aléjate de la aquiescencia pasiva que gobierna
nuestra sociedad.
A
todo este divagar y reflexionar me trae el señor John Dewey, que para aquellos
que no lo conozcan cabe decir que fue, entre otras muchas cosas, un filósofo
pragmático y pedagogo progresista americano, que ya hace casi un siglo y medio
propuso unas ideas altamente innovadoras en educación, reivindicándola a través
de la experimentación y la reflexión, mediante el método de problemas. Donde el
niño sea el investigador, el sujeto activo y el profesor un mero guía. Donde
ese niño trabaje a raíz de su realidad personal, para alcanzar el dominio de él
mismo. Siempre teniendo en cuenta sus gustos, intereses y capacidades. Para
sacar a cada individuo el máximo partido y donde éste pueda a su vez aportarse
como valor a la sociedad democrática, con criterio y decisión. Para dejarlo más
claro, un binomio entre funcionalidad e intencionalidad, donde aprender a
cocinar, planchar o construir estructuras de madera sea igual de esencial que
otros tantos conocimientos, sin desligar así los quehaceres de la vida
cotidiana puertas adentro de la escuela.
¡Bravo!,
¡Bravo por él, y por todos aquellos que se han arriesgado a proponer otros
sistemas con el objetivo de mejorar la educación, la diversidad, y fomentar un
mayor interés por parte del alumnado!
Y ya
hace casi un siglo y medio. La cuestión es porqué nuestro sistema educativo
sigue pareciendo obsoleto y autoritario. Donde el centro es el profesor, la
clase magistral es la práctica por excelencia, y donde la mirada unidireccional
hacia una pizarra o proyector parece dirigir así un único interés colectivo.
Tenía
que hablar de Dewey, y tenía que hablar de educación y por ende tenía que
hablar de democracia. Parece que el pasado nos quiere seguir enseñando, que
debemos seguir luchando día a día por todo aquello que merece la pena.
Revindicar nuestros derechos para que cuestiones como la educación no sean
politizadas, y que ésta no quede relegada a un movimiento constante de avance y
retroceso, donde los métodos educativos, así como las materias a impartir, no
vengan derivados tan sólo de las administraciones, sino de un consejo de
expertos en educación. Donde la libertad de cátedra tenga su entera valía, y
donde podamos poner en práctica todas estas ideas menos tradicionales para
comprobar a gran escala que el proceso educativo es un proceso de aprendizaje
de vida, con principio pero sin fin. Que puede ser apasionante y sacar de
nosotros nuestros mayores talentos, dando cabida a unos individuos más plenos,
y por tanto más felices.