jueves, 26 de marzo de 2015

Reflexiones en torno a Dewey

La educación pública es cara. Nuestro sistema de enseñanza es mediocre. Somos unos vagos.
Y así es como nos vamos convirtiendo en creyentes. Creyentes de unas políticas de austeridad derivadas de la crisis, que restan; dictadas por aquellos que se enriquecen a nuestra costa y nos hacen creer que no son derechos, sino privilegios.
Tanta modernidad a nuestro alrededor y tanto retroceso a su vez.
No interesan las mentes pensantes, sino una ciudadanía dócil que no se cuestione dónde quedó la democracia. ¿Y cómo conseguir alienar las mentes? El ataque al sistema educativo público es la respuesta más sencilla. Menos plazas públicas para profesores con salarios más precarios que desmoralizan a los docentes, junto con una tendencia a la privatización de la educación cada vez más acusada, hacen que otras cuestiones de índole esencial pasen desapercibidas ante nuestros ojos.
El cómo y el qué enseñar. He ahí la cuestión señores.
¿Por qué hay abstinencia escolar?, ¿Por qué se aburren los niños? O incluso mirando un poco más allá… ¿Sabemos que queremos ser de mayores? Una pregunta que todos deberíamos hacernos, sin importar en que ciclo de la vida estemos, pues siempre tiene cabida. ¿Hemos llegado adonde estamos por propia elección? ¿Responde esta elección a una pasión? ¿O simplemente llegamos allí, porque es lo que había, lo que se esperaba, o lo que no se nos daba mal?
La educación entendida dentro del plan vida se configura a grandes rasgos con unos sencillos pasos: Estudiamos para encontrar trabajo. Trabajamos por el dinero. Usamos el dinero para vivir.
Veámoslo al revés. Vivimos por y para el dinero. Ganamos dinero porque trabajamos. Encontramos trabajo porque estudiamos. Y estudiamos porque…necesitamos aprender.
Aprender. He aquí la clave de todo. Quita el resto de elementos de la ecuación. No te preocupes por si serás rico o no, preocúpate por si serás feliz. Por dar cabida a tus preguntas, tus intereses, por experimentar, fallar y acertar, pero no te olvides de fallar; es igualmente necesario. Aprende lo que quieres, y no tengas miedo de reivindicarlo, y aléjate de la aquiescencia pasiva que gobierna nuestra sociedad.
A todo este divagar y reflexionar me trae el señor John Dewey, que para aquellos que no lo conozcan cabe decir que fue, entre otras muchas cosas, un filósofo pragmático y pedagogo progresista americano, que ya hace casi un siglo y medio propuso unas ideas altamente innovadoras en educación, reivindicándola a través de la experimentación y la reflexión, mediante el método de problemas. Donde el niño sea el investigador, el sujeto activo y el profesor un mero guía. Donde ese niño trabaje a raíz de su realidad personal, para alcanzar el dominio de él mismo. Siempre teniendo en cuenta sus gustos, intereses y capacidades. Para sacar a cada individuo el máximo partido y donde éste pueda a su vez aportarse como valor a la sociedad democrática, con criterio y decisión. Para dejarlo más claro, un binomio entre funcionalidad e intencionalidad, donde aprender a cocinar, planchar o construir estructuras de madera sea igual de esencial que otros tantos conocimientos, sin desligar así los quehaceres de la vida cotidiana puertas adentro de la escuela.
¡Bravo!, ¡Bravo por él, y por todos aquellos que se han arriesgado a proponer otros sistemas con el objetivo de mejorar la educación, la diversidad, y fomentar un mayor interés por parte del alumnado!
Y ya hace casi un siglo y medio. La cuestión es porqué nuestro sistema educativo sigue pareciendo obsoleto y autoritario. Donde el centro es el profesor, la clase magistral es la práctica por excelencia, y donde la mirada unidireccional hacia una pizarra o proyector parece dirigir así un único interés colectivo.

Tenía que hablar de Dewey, y tenía que hablar de educación y por ende tenía que hablar de democracia. Parece que el pasado nos quiere seguir enseñando, que debemos seguir luchando día a día por todo aquello que merece la pena. Revindicar nuestros derechos para que cuestiones como la educación no sean politizadas, y que ésta no quede relegada a un movimiento constante de avance y retroceso, donde los métodos educativos, así como las materias a impartir, no vengan derivados tan sólo de las administraciones, sino de un consejo de expertos en educación. Donde la libertad de cátedra tenga su entera valía, y donde podamos poner en práctica todas estas ideas menos tradicionales para comprobar a gran escala que el proceso educativo es un proceso de aprendizaje de vida, con principio pero sin fin. Que puede ser apasionante y sacar de nosotros nuestros mayores talentos, dando cabida a unos individuos más plenos, y por tanto más felices.